Nunca creí que dar la vida a alguien fuera algo tan indescriptible. Amar así duele. Desarma. Te hace débil con su mirada, pero invencible para su defensa ante el mundo.
Su pelo. Sus manos. Su cara.
Observarle es lo único que me vacía la mente para poder llenarme en cuerpo y corazón con la sensación de vivir un amor incondicional.
«Déjame hijo, mirarte otro momento más, para que mañana pueda levantarme de nuevo. Tú me haces sencillamente, ser. Existir».
El vértigo de no controlar tanta inmensidad en ti misma. La incertidumbre de si cada minuto dedicado es el adecuado.
Es algo intransferible a otro ser, pues cada vínculo es único e infinito.
Los destellos con los que adorna mi vida, hacen que la oscuridad del camino vislumbre que no todo lo hicimos tan mal; y puede que hoy, no sea la misma. Que las cosas se crean impuestas o no por tu bibliografía previa, y que siempre hay legados sin vencimiento que surgen de dichos acontecimientos.
Te unes a alguien, sin esperar crear algo tan hermoso y a la vez autodestructivo de tu descanso. Ya no hay retorno. Ya no hay más sueño sin sobresaltos. Ni reloj que prevea su regreso mientras esperas tras la ventana.
Nos cambia, y mucho.
Quizás me perdí en estos días en los que vivo a través del aire que mi hijo respira… pero de lo que estoy segura es que no me arrepentiré de ninguna lágrima de cansancio, sensación de dolor, o arruga en mis ojos resultados de su crianza. Es lo que debía ser. Es lo que quería hacer.
Hoy sé, que mañana, será como ayer. Hoy sé que él llenó mi cielo de estrellas.
Y sí, hoy también sé, que podrán pasar muchas cosas. Hoy sé que apenas es un niño.
Crecerá. Quizás se alejará. Pero allá donde esté, siempre estaré en él como él lo estará en mí. Siempre.
Para vosotros dos. A cada uno. Gracias.