Cada momento. Cada brisa. Cada sensación. Todo me llevaba al recuerdo; y no quería que ocurriese.

No era hoy la oportunidad, ni sabía si lo sería mañana.

Sentía continuamente falta de oxígeno por estar viviendo al límite autoimpuesto. Esa sensación de ahogo que todos tenemos cuando nos abordan las dudas decisivas. Día tras día. Minuto a minuto.
Culpable de no poder controlar la fórmula del olvido; quizás también culpable de no saber si quería hacerlo.

Muchas veces pensaba que ese era mi destino. El pago de alguna deuda. La compensación de ese sufrimiento por el mañana eterno en el que creía.
Me reforzaba sintiendo que era algo esporádico, fruto de alguna crisis en la que los condicionantes externos se magnifican para intentar llevarte a la locura. Que, si superaba a mi yo, a mi corazón, todo vendría por sí sólo. Quería creer que vencería.

Llegaba al límite de imaginar un final. Un fin que… si por algún motivo se diese esa oportunidad esperada…esa senda en el camino que hoy no vemos… en nuestro texto, sobre ambos cuerpos ya descansando, se grabaría:

» Para estar juntos, lucharon contra todo, menos contra Dios.
Por ello, Él los recompensó.
Lograron unirse aquí en la tierra y ahora ya en vida eterna.»

No lograba añorar menos. No era capaz de escribir lo que era para mí.

Mis ojos ya no podían llorar, sólo sentir que lo hacían. Realmente pensé que acabaría visualizando psiquiatras a mi alrededor sin entender qué me estarían tratando.

Hoy, han pasado varios años, muchas cosas… y aún no me ha tratado ningún psiquiatra.

Y sigo pensando, esperando, recordando, e intentando vencer. ¿Lo único que me planteo es… si esto no es amor… qué es?
De lo que sí estoy segura es de a cómo llamar la fuerza que me impide tropezar. Fe.